Nací y crecí en una pequeña aldea llamada Wairaka, en el distrito de Jinja, en Uganda. Recuerdo que años atrás, mientras estudiaba en el seminario, me hice muy amigo de una anciana de Wairaka, que se llamaba Alistera. Alistera no había sido bendecida con hijos propios, pero criaba en su casa a varios hijos de sus parientes. Cuando todos crecieron y formaron sus propias familias, ella se quedó sola en su casita. Con la edad, desarrolló múltiples complicaciones de salud. Perdió la vista, tuvo problemas de corazón y caminaba con mucha dificultad. Se quedó confinada en casa y ya no podía ir a la iglesia como había hecho toda su vida.
Todos los días libres en el seminario me esforzaba por visitar a Alistera por las tardes. La ayudaba con pequeñas cosas, como encontrar su linterna extraviada, cambiar las pilas de su pequeña radio o mover una silla a la esquina que ella quería. El resto de la tarde la pasábamos conversando y siempre terminábamos con una oración. Cuando me llegó la hora de entrar en el noviciado para seguir la formación especial de un año en el carisma y la espiritualidad de mi Congregación religiosa de la Congregación de Santa Cruz, le hice saber a Alistera que no la vería en todo un año. Me pidió que la visitara una vez más antes de irme al noviciado, situado en otra parte de Uganda.
Cuando visité a Alistera la noche anterior a mi partida, me encontré con que me había preparado una comida. Había cocido camotes y preparado una sopa ligera que apenas pude reconocer hasta que vi la cascara de los tomates flotando sobre el tazón. La pobre sopa parecía agua tibia, sucia y simple. El gesto casi me hizo llorar. Sirvió la comida, se sentó a mi lado y me atendió mientras comía.
Cuando una mujer anciana, pobre, ciega y enferma se toma la molestia de prepararte una comida, sabes que significa mucho para ella. Mientras volvía a casa, no podía creer lo que acababa de vivir. Sólo podía sacudir la cabeza con incredulidad. He tenido cenas gourmet en restaurantes exóticos de todo el mundo, pero he olvidado casi todas las comidas que he comido en estos lugares de lujo. La única comida que recuerdo es la que me sirvió Alistera aquella tarde.
¿Qué hizo que la comida de Alistera fuera especial con respecto a todas las demás comidas que había probado antes? La diferencia era sencilla: puso mucho amor en preparar esa comida para mí. Ese fue el ingrediente secreto. Alistera ya está con el Señor, pero me dejó una lección contundente: no es el tamaño de la obra o los dones que damos lo que importa, sino la cantidad de amor que ponemos en estas cosas lo que realmente cuenta. Por grandes e importantes que sean nuestros dones o servicios a los demás; cuando están vacíos de amor, y secos de sacrificio, entonces carecen de alma, y nunca tendrán ningún efecto en nadie. Lo que cuenta es el amor auténtico y la inversión de nuestra vida en lo que hacemos.
En la comida de Alistera vi ecos del comentario del Señor sobre el «centavo de la viuda pobre» y en el ejemplo de Alistera obtuve una lección del espíritu que debe caracterizar cada acto de nuestra caridad.