
Nicole O’Leary
La Iglesia celebra la solemnidad de la Inmaculada Concepción.
En otras palabras, hoy celebramos el hecho de que Dios se enamoró perdidamente de un ser humano, y ese ser humano tuvo lo necesario para corresponderle.
A lo largo del Antiguo Testamento, el amor divino buscó en vano un lugar de descanso en los corazones humanos. Las declaraciones de amor de Dios hacia el hombre habían caído, en su mayoría, en saco roto. Él quería entregarse, total e incondicionalmente, pero los hombres estaban volcados en sí mismos -curvatus in se, por tomar una frase de San Agustín-, de modo que no eran capaces de interrumpir su autobservación lo suficiente como para encontrarse con la mirada divina, y menos aún hacer un espacio en sus corazones para recibir el don divino: la alegría de la amistad íntima con Dios.
Ante este problema, sólo Dios pudo ofrecer una solución: En María, la Inmaculada Concepción.
En María, Dios formó un corazón libre del egocentrismo que nos paraliza y nos impide salir de nuestras prisiones de introspección. En ella, Él formó un corazón que se asemeja perfectamente a su propio Corazón divino. María sigue siendo una criatura, por supuesto, pero es la única criatura que pudo responder a la auto donación total de Dios con un don de sí misma equivalente, al menos en su totalidad. Como la viuda del Evangelio que, en su pobreza, ofrece todo su sustento, María lo da todo.
Por eso, cuando Dios mira a María, se queda prendado de la belleza de su corazón. Es un Amante enamorado de la mujer que sabía que nada en el mundo podía compararse con Él, y que se negaba a encontrar su alegría en nada ni en nadie más que en Él
La alegría que experimentamos cuando descubrimos que somos amados, que hay alguien fuera de nosotros que ha reconocido algo bueno en nosotros, es quizás una muestra de lo que Dios experimenta cuando mira a María. Ciertamente, Dios no necesita el amor de María, pero Aquel que deseaba entregarse -y que eligió entregarse en la pobreza del establo y en la humillación de la Cruz- se alegró cuando encontró un corazón semejante al suyo en humildad, generosidad y amor.
Nosotros, que cargamos con las consecuencias temporales del pecado original, no somos meros espectadores del plan de Dios. Sin duda, el don de la Inmaculada Concepción fue para María, en la medida en que Dios, el Amante herido, se alegró de preservar a su Madre del pecado y de sus efectos. Pero la Inmaculada Concepción fue también para nosotros, no sólo porque ella fue el cauce adecuado para que Dios se encarnara y nos abriera la puerta de la salvación, sino también porque, al conceder el don de la Inmaculada Concepción a su propia Madre, Dios nos dio en ella una Madre de ternura y amor incomparables, cuya misión es formar a Cristo en cada alma hasta el final de los tiempos.
Este corazón de María, tan irresistible a los ojos de Dios, es, por tanto, el corazón de una Madre que lleva dentro a cada uno de sus hijos y busca constantemente su bien.
Lo vemos dramáticamente prefigurado en el personaje del Antiguo Testamento de Ester, la hermosa mujer judía a la que el rey persa eligió como su reina. Al enterarse de que el más alto funcionario del rey conspiraba para destruir a su pueblo, Ester se acercó al rey para implorar la protección de los judíos. Entrar en la corte real sin ser convocada se castigaba con la muerte, por lo que Ester pasó tres días en oración y ayuno para prepararse para lo que parecía ser un proyecto nefasto. Sin embargo, cuando el rey reconoció a Ester, le habló amablemente: «
¿Qué pasa, Ester? Soy tu hermano. Anímate; no morirás, pues nuestra ley sólo se aplica al pueblo. Acércate». (Ester Adición D 15:9-10)
Temblando, Ester desenmascaró el complot del funcionario, y el rey se alegró de perdonar a los judíos por amor a su reina.
Cuando María se acerca al trono de Dios, también lleva a su pueblo en el corazón. Al igual que Ester, que está exenta de las penas de la ley, María, la Inmaculada Concepción, está ya revestida de los méritos de su Hijo. Dios está encantado no sólo por este corazón lleno de gracia y, por lo tanto, libre para amarlo total e incondicionalmente, sino también lleno de amor por aquellos por los que su Hijo ofreció su vida. Y, en consecuencia, el amor que Él siente por ella se derrama en abundancia sobre sus hijos.
Aunque nos sintamos débiles, ofrezcamos nuestro propio corazón en unión con María. Así deleitaremos el Corazón de Dios.