Una joven pareja, que se alegra de saber que está esperando un hijo, emprende una serie de preparativos felices que exigen una reordenación completa de sus vidas. Cuando nazca su hija, ella será la beneficiaria inmediata de estos preparativos, pero pasarán años antes de que pueda ofrecer siquiera una palabra o un gesto de gratitud.
No es casualidad que tanto los santos Pedro como Pablo se dirigieran a varios destinatarios de sus cartas como “infantes» y que la Iglesia primitiva comparara a los recién bautizados con niños espirituales nacidos de las aguas bautismales. Nuestra vida terrenal comienza en la impotencia y la dependencia; no contribuimos a nuestra concepción ni a la provisión inicial de nuestras necesidades corporales. Del mismo modo, en la vida del espíritu, Dios ha dispuesto maravillosamente todo para sus hijos de antemano. El alma bautizada, como la hija de la pareja de recién casados, es receptora de innumerables dones inmerecidos que la preceden.
La vida cristiana está destinada a ser una respuesta continua a esos dones. Es -o, al menos, puede ser- un único movimiento ascendente de alabanza y agradecimiento. Sin embargo, una frase del Evangelio de Mateo, ilumina una cualidad particular que debe caracterizar nuestra gratitud. Instruyendo a los Apóstoles en los deberes de su ministerio, Jesús ofrece las siguientes palabras:
» Recibiste sin pagar, da sin cobrar, » (Mt. 10:8).
En respuesta a la abundante generosidad de Dios, debemos hacer una devolución de generosidad. Pero, aun que nuestro nacimiento espiritual ha sido gratuito para nosotros, no se obtuvo sin costo para Él -cualquier crucifijo sirve para recordárnoslo. En Cristo y por su Cruz, escribe San Pablo, «tenemos la redención, el perdón de los pecados» (Col. 1:14). La vida eterna con Dios está disponible para nosotros porque Él ha ganado el perdón para nosotros. Así, cada vez que un alma es lavada del pecado original y personal en el Bautismo, y cada vez que llevamos nuestras transgresiones al Señor en la confesión, el poder de estos sacramentos para perdonar fluye de la misma fuente de vida divina.
El perdón de Dios es, por tanto, la puerta para entrar en esa amistad con Él para la cual nos ha creado y que, descubrimos que, nosotros también buscamos. Es el anhelo de toda alma contrita escuchar las palabras de la absolución, con la seguridad de que el Amor Divino, impulsado por el amor a ofrecerse a sí mismo en el Calvario, sigue en la tarea de perdonar.
Si comprendiéramos lo que le costó al Señor perdonar, también podríamos empezar a comprender más profundamente lo que debe constituir la sustancia de nuestra respuesta. ¿Qué es lo que se nos pide que «demos sin pagar»? Tal vez no se trata, en primer lugar, de esas obras que calificamos de «obras de caridad». Tampoco es un frenesí de trabajos apostólicos realizados en nombre de la evangelización. Ciertamente, las obras de misericordia corporales y espirituales son indispensables. Pero para que den fruto -ya que Dios mismo es la fuente de toda vida- deben fluir de un corazón que le pertenezca a Él. Y esto sólo será posible si ese corazón ha aceptado y ha incorporado el don del perdón.