
La modernidad ignora en gran medida a la madre que desea responder la llamada a la caridad heroica de su vocación. En lugar de ofrecerle ejemplos santos, nuestra cultura le presenta una serie de modelos femeninos cuyos muchos logros no son necesariamente malos en sí mismos, pero que sólo son verdaderamente buenos si orientan a las mujeres, a sus maridos y a sus hijos hacia el Cielo.
Afortunadamente, Dios previó nuestra pobreza moderna y nos dio una Madre por excelencia, la Madre que Él eligió como suya: la Santísima Virgen. Aunque los estándares contemporáneos de éxito puedan descartarla, la mujer que mira a María como modelo de maternidad encontrará en ella una maestra fiel.
Sin embargo, al relacionarnos con la Virgen, debemos tener cuidado de no caer en ninguno de los errores que tan a menudo cometemos con los santos. Por un lado, nos equivocaríamos si concluyéramos que, dado que la santidad de María es tan superior a la nuestra, no estamos llamados a imitarla, sino sólo a admirarla. Por otro lado, no debemos restarle importancia a su santidad para representarla como algo fácil de imitar, «como todo el mundo». El don de la Inmaculada Concepción no se limitó a preservarla del pecado original, sino que la apartó para Dios y la sumergió en el mundo de las profundidades de su Corazón.
Si evitamos estos dos errores, nuestra relación con la Virgen se irá purificando. Ella se convierte, para nosotros no en un icono de piedra, que admiramos desde la distancia, ni en una celebridad que nos intimida (y quizás tal vez hasta nos dé un poco de envidia). Más bien, encontramos en ella un Corazón vivo que, con tierno afecto, nos ama como Madre. Al descubrirnos amados, nos sentimos inspirados a amar a su vez y a imitar a quien que nos ama.
Pero, ¿qué tipo de inspiración ofrece el Corazón materno de la Inmaculada Concepción a la madre contemporánea? El Cantar de los Cantares presenta una imagen que los escritores espirituales franceses entendieron como un retrato adecuado del Corazón de María. «Mi hermana, mi esposa, es un jardín cerrado, una fuente sellada», dice el Espíritu Santo a través de la pluma del autor inspirado (Cantar 4,12). Una madre -o cualquier mujer, en realidad- que desee comprender más profundamente la delicada sublimidad de su vocación debería meditar en esta imagen. Si lo pide, con humilde insistencia, oirá ciertamente al Espíritu Santo hablarle de la hermosura de María, su esposa, cuya semejanza quiere encontrar en cada alma.
Desea encontrar en cada alma.
¿Qué puede descubrir una madre en el jardín del Corazón de María que pueda, a su vez, cultivar en su propio corazón?
En primer lugar, un jardín es un refugio. Es el retiro tranquilo del caos del mundo. La Virgen le dijo a Sor Lucía de Fátima: «Mi Corazón Inmaculado será tu refugio y el camino que te llevará a Dios». La admisión a este refugio requiere un deseo ferviente de nuestra parte; pero Ella, como Madre, recibe nuestras humildes ofrendas con alegría. También en nuestra madre biológica encontramos el consuelo de un oído atento y un corazón comprensivo, complacida de que hayamos elegido confiar en ella.
Un jardín nutre. Produce frutos que sostienen a sus habitantes. María, a quien el ángel Gabriel se dirigió como la «plenitud» o «abundancia» de la gracia con la cual, alimenta a los hijos que Dios le da adornándolos con las gracias que recibe de Él. Del mismo modo, la madre sostiene a su hijo -primero en la intimidad de su vientre y luego con las innumerables necesidades de la vida cotidiana.
Un jardín promueve el crecimiento. Cuando un jardín está sano, todo florece. María desea ver que nosotros, sus hijos, lleguemos a la madurez, es decir, que lleguemos a la madurez del amor, y así nos formemos en Jesucristo. Esta es su inclinación más fuerte, insiste San Luis de Montfort, y es poderosa para lograrlo. También las madres físicas desean que sus hijos lleguen a una edad adulta madura y feliz.
Finalmente, un jardín -al menos, en un «jardín cerrado»- se esconde. La humildad de María la cual no debe equipararse con timidez o falta de confianza en sí misma. Era el fruto de un amor apasionado, de una singularidad de corazón que se deleitaba tanto en Dios que todo lo demás palidecía. en comparación. Su Corazón oculto ofreció a Jesús un espacio para crecer; mientras tanto, todo lo que hacía en su modesto hogar de Nazaret era un continuo canto de alabanza y adoración a Dios. Aunque la madre contemporánea se desenvuelva en un medio diferente, puede reconocer en sus innumerables tareas humildes e invisibles un tesoro de oportunidades para elevar su corazón a Dios.
Madres: ¿qué se necesita para superar la pobreza de santidad del mundo? Las santas. Madres que se han confiado al Corazón de María, que reconocen en ella no sólo un modelo a imitar, sino también una compañera, confidente y madre, plena y verdaderamente viva. Las madres que se saben amadas por María, y que la aman a su vez con fervor y afecto. Madres que entienden que amar a María es amar a Jesús, que estar unidos a María es estar unidos a Jesús, y que santificarse ellas mismas es la tarea más importante que pueden emprender por sus hijos, sus esposos y para la gloria de Dios.
Por Nicole O’Leary